LA FÓRMULA VALENCIANA
Meninfot es como se conoce en Valencia a quien todo se le da una higa. Palabra ad hoc que bien puede aplicarse a la izquierda valenciana y su base ciudadana, sumidas desde hace lustros en la sima de una perpetua oposición. Secas como el cauce del río Turia.Una tierra que fue adalid de la libertad es hoy el feudo de una derecha corrupta y chulesca.
Mientras la izquierda de la ciudad de Valencia, y del País Valenciano en general, es más bien meninfot, la derecha se dedica a sus negocios, privados y/o públicos. Algunos, como Terra Mítica, parque temático ubicado en un secarral, pierden millones con alegre despreocupación. Otros, como la visita del Papa en 2007, han supuesto el despilfarro de 84 millones de euros del erario público. La punta de lanza de la actual derecha política valenciana es la burguesía agraria que llegó desde las comarcas a las ciudades con el talante de un llauro (labrador) a lo Paco Martínez Soria. Se mudaron con su subcultura y son los que hoy mandan. La progresía, entre tanto, lleva años mesándose los cabellos sin entender cómo el AVE de la historia puede ir para atrás, pues en menos que canta un gallo se pasó de celebrar que la ciudad de Valencia había sido capital de la II República en su etapa postrera a fastos papales y marianas procesiones dignas de una superproducción de Cecil B. de Mille.
Fuera de aquí la gente se pregunta: ¿cómo es posible que el PP valenciano lleve 19 años seguidos sin perder las elecciones autonómicas y municipales? ¿Ha cambiado algo desde que se reventara ese forúnculo de merendones que es el caso Gürtel? ¿Son los votantes de Castellón inmunes el caso Fabra y los de Alicante inmunes al caso Ripoll? ¿Cómo es posible que, pese a todo lo que se sabe de Paco Camps, tantos de sus votantes le estén agradecidos por la oportunidad que les ha brindado de asarse al sol los domingos en las gradas sin techado del puerto para disfrutar de la fórmula 1 y de Fernando Alonso en acción?
Los socialistas valencianos ven cómo siempre les adelanta un PP de tono chulesco, que aprendió el inestimable valor político del golpe de efecto, los fuegos artificiales tan queridos en las tierras valencianas. El populismo político valenciano del siglo XXI es una mascletá, como las risotadas de la alcaldesa Rita Barberá ante las acusaciones de que El Bigotes le compró el bolso. La edil exhibe una mueca a lo Millán Astray, y con la cabeza echada hacia atrás, parece decir: "Da igual lo que penséis, de aquí no nos moveremos".
Todo comenzó a torcerse para la izquierda a finales de los 80 cuando el conocido popularmente como búnker barraqueta comenzó a avivar el anticatalanismo y fabricó de la nada un monstruo secesionista, el blaverismo, que logró divorciar este país perplejo de sus primos naturales del norte. Apareció una caricatura salida de un sainete de Bernat i Baldoví llamado Vicente González Lizondo para enarbolar el pendón anticatalán y con un remake del Vivan las caenas y otro del Muera la inteligencia, el blaverismo empezó a subir como la espuma.
La burguesía urbana ilustrada fue acorralada por una clase venida del campo y extremadamente conservadora. Al principio, el PP sudó tinta para frenar el populismo de los blaveros, pero luego llegó el llamado Pacto del Pollo que disolvió Unión Valenciana en las filas del PP. Lo que catapultó a Rita Barberá a la alcaldía de Valencia en 1991, y ahí sigue.
Empezó la larga marcha por el desierto de la izquierda del País Valenciano. Muerto Joan Fuster, diluidos los periódicos impulsados por la burguesía urbana progresista como Diario de Valencia, situada en la marginación la izquierda nacionalista (Acciò Cultural), el terreno estaba libre para el peor de los escenarios posibles: un urbanismo salvaje impulsado por la derecha ruralota. Hoy la destrucción del litoral valenciano es tal que Benidorm es casi un parque ecológico. Entre 1997 y 2006 se construyeron en el país perplejo 750.000 viviendas, lo que supuso la desaparición de 180 millones de metros cuadrados de suelo rústico. Y esta insaciable clase dominante barrunta ya, con el beneplácito de Paco Camps y su Consell, unos planes de ordenación del territorio que suponen añadir 718.000 viviendas en tan solo 57 municipios. Se expande la pesadilla a lo Mad Max.
Los socialistas valencianos también tienen su responsabilidad. Gobernaron la ciudad y la comunidad a finales de los setenta y comienzos de los ochenta y tomaron algunas decisiones relacionadas con la actual situación. La más vistosa fue el modelo de la televisión pública autonómica: el actual híbrido entre ramplonería folclórica y desfachatez partidista nació con ellos. Bajo mandato socialista, Canal Nou fue diseñado como una botiga para marujas a fin de no enfadar a los blaveros.
Valencia no siempre fue así. El historiador Ramiro Reig escribe que en los primeros lustros del siglo XX, durante la Feria de Julio, el pueblo pedía a la banda municipal que tocara La Marsellesa, y que el Viernes Santo los concejales republicanos paseaban en tartana por la ciudad contra la orden que lo prohibía. Valencia era laica, liberal y progresista hasta el punto de que en las elecciones de abril de 1931 la candidatura de Alianza Republicana alcanzó porcentajes superiores al 75% en los distritos populares.
Pero la Valencia de hoy continúa seca como el Turia bajo el cruel sol de julio. Ni siquiera parece interesada en recuperar su espíritu extraviado.
Mientras la izquierda de la ciudad de Valencia, y del País Valenciano en general, es más bien meninfot, la derecha se dedica a sus negocios, privados y/o públicos. Algunos, como Terra Mítica, parque temático ubicado en un secarral, pierden millones con alegre despreocupación. Otros, como la visita del Papa en 2007, han supuesto el despilfarro de 84 millones de euros del erario público. La punta de lanza de la actual derecha política valenciana es la burguesía agraria que llegó desde las comarcas a las ciudades con el talante de un llauro (labrador) a lo Paco Martínez Soria. Se mudaron con su subcultura y son los que hoy mandan. La progresía, entre tanto, lleva años mesándose los cabellos sin entender cómo el AVE de la historia puede ir para atrás, pues en menos que canta un gallo se pasó de celebrar que la ciudad de Valencia había sido capital de la II República en su etapa postrera a fastos papales y marianas procesiones dignas de una superproducción de Cecil B. de Mille.
Fuera de aquí la gente se pregunta: ¿cómo es posible que el PP valenciano lleve 19 años seguidos sin perder las elecciones autonómicas y municipales? ¿Ha cambiado algo desde que se reventara ese forúnculo de merendones que es el caso Gürtel? ¿Son los votantes de Castellón inmunes el caso Fabra y los de Alicante inmunes al caso Ripoll? ¿Cómo es posible que, pese a todo lo que se sabe de Paco Camps, tantos de sus votantes le estén agradecidos por la oportunidad que les ha brindado de asarse al sol los domingos en las gradas sin techado del puerto para disfrutar de la fórmula 1 y de Fernando Alonso en acción?
Los socialistas valencianos ven cómo siempre les adelanta un PP de tono chulesco, que aprendió el inestimable valor político del golpe de efecto, los fuegos artificiales tan queridos en las tierras valencianas. El populismo político valenciano del siglo XXI es una mascletá, como las risotadas de la alcaldesa Rita Barberá ante las acusaciones de que El Bigotes le compró el bolso. La edil exhibe una mueca a lo Millán Astray, y con la cabeza echada hacia atrás, parece decir: "Da igual lo que penséis, de aquí no nos moveremos".
Todo comenzó a torcerse para la izquierda a finales de los 80 cuando el conocido popularmente como búnker barraqueta comenzó a avivar el anticatalanismo y fabricó de la nada un monstruo secesionista, el blaverismo, que logró divorciar este país perplejo de sus primos naturales del norte. Apareció una caricatura salida de un sainete de Bernat i Baldoví llamado Vicente González Lizondo para enarbolar el pendón anticatalán y con un remake del Vivan las caenas y otro del Muera la inteligencia, el blaverismo empezó a subir como la espuma.
La burguesía urbana ilustrada fue acorralada por una clase venida del campo y extremadamente conservadora. Al principio, el PP sudó tinta para frenar el populismo de los blaveros, pero luego llegó el llamado Pacto del Pollo que disolvió Unión Valenciana en las filas del PP. Lo que catapultó a Rita Barberá a la alcaldía de Valencia en 1991, y ahí sigue.
Empezó la larga marcha por el desierto de la izquierda del País Valenciano. Muerto Joan Fuster, diluidos los periódicos impulsados por la burguesía urbana progresista como Diario de Valencia, situada en la marginación la izquierda nacionalista (Acciò Cultural), el terreno estaba libre para el peor de los escenarios posibles: un urbanismo salvaje impulsado por la derecha ruralota. Hoy la destrucción del litoral valenciano es tal que Benidorm es casi un parque ecológico. Entre 1997 y 2006 se construyeron en el país perplejo 750.000 viviendas, lo que supuso la desaparición de 180 millones de metros cuadrados de suelo rústico. Y esta insaciable clase dominante barrunta ya, con el beneplácito de Paco Camps y su Consell, unos planes de ordenación del territorio que suponen añadir 718.000 viviendas en tan solo 57 municipios. Se expande la pesadilla a lo Mad Max.
Los socialistas valencianos también tienen su responsabilidad. Gobernaron la ciudad y la comunidad a finales de los setenta y comienzos de los ochenta y tomaron algunas decisiones relacionadas con la actual situación. La más vistosa fue el modelo de la televisión pública autonómica: el actual híbrido entre ramplonería folclórica y desfachatez partidista nació con ellos. Bajo mandato socialista, Canal Nou fue diseñado como una botiga para marujas a fin de no enfadar a los blaveros.
Valencia no siempre fue así. El historiador Ramiro Reig escribe que en los primeros lustros del siglo XX, durante la Feria de Julio, el pueblo pedía a la banda municipal que tocara La Marsellesa, y que el Viernes Santo los concejales republicanos paseaban en tartana por la ciudad contra la orden que lo prohibía. Valencia era laica, liberal y progresista hasta el punto de que en las elecciones de abril de 1931 la candidatura de Alianza Republicana alcanzó porcentajes superiores al 75% en los distritos populares.
Pero la Valencia de hoy continúa seca como el Turia bajo el cruel sol de julio. Ni siquiera parece interesada en recuperar su espíritu extraviado.
Abelardo Muñoz es periodista y escritor.
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